Nadie me vio rezar a la Luna
en la noche de árboles plateados
asomada a la ventana de mi cárcel mullidita, dormida,
sin apenas voces por inventar.
Todo lo que tengo me tiene a mí.
Y pretendo, embustera, encontrar la pobreza
a la que doy la espalda. Trabajo en mi contra
como buena mujer que soy.
Necesitas —me dijeron—
la desnudez más absoluta.
Pero en el frío me traiciono
mendigando mantas y miradas
y mil cosas baldías para adornar el salón de mi ataúd.
Perdón, Luna : no es culpa tuya.
Ni del tiempo. Ni del frío. Soy yo.
Yo no mato lobos pero sí les doy de comer
y les acaricio para que se queden conmigo.
Para que se vuelvan mansos perros.
Mansos perros en mi patio me hacen compañia.
Y yo, ocupada en cuidarlos, tan lejos del mar,
con mis trajes de pobre reina,
sueño con la desnudez.

Deja a los lobos perros. Vete al mar, desnuda.
Salte... y salta.
Preciosa.
Precioso